Definamos voluntariado. Una actividad hecha por voluntad espontánea, ¿cómo dice el diccionario? Hablamos de eso, sí; no vamos desencaminados. Una espontaneidad como la que muestra esa madre que cría a su hijo, sin contrato alguno más que la obligación nacida de su naturaleza. O la del artista, que martilla incesantemente un yunque imposible; o la de la abnegada hija que pasa los últimos años de su padre junto a él y, aún sin entenderlo a fondo, lo conoce de fuera adentro, y hace que cada detalle exterior, cada acto mínimo de servicio dé sentido hora tras hora a su proyecto de vida. Gentes que seguramente ni figuran en encuestas de población activa ni celebran viernes negros.
“No lo entiendo”, dice un adolescente que se enfrenta a números y letras encerrados entre paréntesis o separados horizontalmente con una raya desafiante que descoloca a los más duchos. Procuras que lo entienda, intentando imaginarte dentro de una túnica, visitando pupitres en una Academia como la del filósofo, pero unos dos mil quinientos años después y rodeado de móviles apagados, caos de apuntes, ordenadores y urgencias pendientes, porque el examen lo tenemos mañana y conjugamos en plural.
Por momentos, sueles preguntarte cómo hemos llegado a tan magno grado de desconocimiento y desorientación. No sólo ellos; todos nosotros. Te arreglas la túnica imaginaria e intentas manejar la comprensión lectora de un problema que aparece como el cuadragésimo primer ejercicio del libro y se reduce a aplicar una ridícula fórmula. Puede ser una progresión geométrica, pero si no cuentas la historia (falsa, seguramente, pero verosímil) de la invención del ajedrez y los granos de trigo en premio, sabes que nadie seguirá sin entender nada de nada. Ni siquiera tú. Entonces recuerdas a otro compañero de túnica, posterior al primero, y te reafirmas diciéndote que sólo quien pueda entender podrá tener el don de enseñar. Y te lo crees. Y una vez que te lo has creído, a metro y medio de ti, surge de nuevo la pregunta disparada vaya uno a saber de qué jabonera de ducha: ¿cuál era el pluscuamperfecto? ¿Y la ley de Boyle-Mariotte? Acompañas, ayudas, estás, aprecias, quieres, te haces cómplice, te ríes, te pones serio, das caña, los matarías, te los llevarías a casa, los empaquetarías, los escuchas desde las entrañas, no los juzgas; te sientes querido, necesario, buscado, reclamado, pesado, chapado a la antigua, bufón de barrio, mal menor, pedante, exótico o cantamañanas. No sabes muy bien qué te pasa, pero sí tienes clara una cosa: vives. Y lo haces convergiendo con ellos. Dos espontaneidades que no chocan; se encuentran.
Apoyo Escolar en la Asociación La Kalle seguramente no sea eso exactamente. Pero las sensaciones saben casi igual. Tal vez sea ese parecido lo que te haga repetir. Y que ellos también te sigan. ¿Imitándote? No. Seguramente, repitiendo. Dos veces por semana.
Aníbal (voluntario)